viernes, 10 de julio de 2009

Verdades y mentiras sobre Copérnico

Copérnico es un personaje muy famoso pero muy poco conocido. Sobre esa pantalla en blanco es muy tentador proyectar las propias opiniones: si no sabemos como era, pintémosolo como debería ser. Un ejemplo notable es el de Michael White en su libro Lenguas viperinas y soñadores tranquilos. Es poco más de una página, pero tiene mucha sustancia y merece la pena examinarlo con detalle. Vamos a ello

Nicolás Copérnico (1473-1543) pertenecía a la misma Iglesia: era un canónigo polaco con conocimientos de medicina y fascinación por la astronomía. Conocía bien el poder de su rival y el daño que este podía causarle.

Si yo trabajo para la General Motors, es un poco extraño que la General Motors sea “mi rival”. ¿Llevaba quizá el canónigo Copérnico una doble vida y atacaba al monstruo desde dentro? No hay nada que lo haga sospechar. De hecho, vivió toda la vida a su sombra: la canonjía (que le permitió literalmente vivir como un canónigo) se la consiguió su tío el obispo Lucas Watzelrode, del que fue secretario y médico hasta su muerte, cuando Copérnico tenía 40 años. Su mejor amigo y consejero (casi el único, porque Copérnico era un hombre singularmente retraído) fue el también obispo Tiedemann Giese. Y su obra magna, De Revolutionibus orbium coelestium, se la dedicó al Papa Pablo III.

En secreto, realizó observaciones astronómicas, y tomó nota de ellas durante treinta años…

Copérnico en realidad apenas realizó observaciones astronómicas. En De Revolutionibus sólo se mencionan veintisiete hechas por él, con instrumentos muy rudimentarios. No era algo que le interesara demasiado. Pero tampoco lo hacía en secreto. Todo el mundo sabía que el canónigo se dedicaba a la astronomía, y no sólo en su pueblo. En 1514 fue invitado al Concilio de Letrán para la reforma del calendario (aunque no asistió, excusándose en que no se conocían con suficiente precisión los movimientos del Sol y la Luna). Así que de secreto nada.

…antes de decidirse, cuando ya estaba muriendo, a publicar sus conclusiones.

En realidad, Copérnico explicó su sistema ya hacia 1512, unos treinta años antes de su muerte, en un manuscrito conocido como Commentariolus (titulado en realidad “Breve esbozo de las hipótesis de Nicolai Copernicus acerca de los movimientos celestes”). Sus amigos, en especial Tiedemann Giese, intentaron sin éxito convencerle de que lo diera a la imprenta, pero Copérnico nunca se acababa de decidir. Las razones de su reticencia las expuso en la dedicatoria de De Revolutionibus, dirigida, no lo olvidemos, al Papa:

He dudado durante largo tiempo en publicar estas reflexiones escritas para demostrar el movimiento de la Tierra, pues pensaba que tal vez fuera mejor seguir el ejemplo de los pitagóricos y otros, que se limitaron a impartir sus misterios filosóficos sólo a sus íntimos y amigos, sin escribirlo, transmitiéndolos de boca en boca (…) Al considerar este asunto, el miedo a las burlas que mi nueva y aparentemente absurda opinión arrojaría sobre mí casi me persuadió de abandonar el proyecto.

Copérnico estaba muy lejos del concepto actual de ciencia como una empresa pública, en la que los descubrimientos se hacen públicos en cuanto se confirman y a veces antes. Su modelo era la hermandad pitagórica, en la que el conocimiento era algo sólo digno de un círculo de iniciados. Pero, además, sabía que sus hipótesis estaban muy lejos de ser probadas (el heliocentrismo, contra lo que suele decirse, no triunfó entre los astrónomos hasta casi cien años después de la publicación de De revolutionibus). Para una persona extremadamente tímida, que huía de la notoriedad como de la peste, la perspectiva de verse ridiculizado por los doctos no era nada atractiva.

La historia de cómo finalmente consiguieron convencer al terco Copérnico de que publicara su teoría en un libro daría para varias entregas de un folletín. Baste decir que hizo falta la amable terquedad de su amigo Giese, el arrojo juvenil de un discípulo, Rheticus, que apareció por su casa y se empeñó en escribir un resumen (la Narratio Prima) y difundirlo, y finalmente, hasta las presiones de Roma. En 1536, el cardenal Nicolaus Schoenberg le escribió una carta en los siguientes términos:

Cuando, hace varios años, oí alabada unánimemente vuestra diligencia, empecé a sentir un creciente interés hacia vos y a considerar a vuestros compatriotas afortunados a causa de vuestra fama. Me han informado de que vos no sólo poseéis un exhaustivo conocimiento de las enseñanzas de los antiguos matemáticos, sino que también habéis creado una nueva teoría del Universo según la cual…[descripción del modelo de Copérnico] En consecuencia, oh hombre erudito, sin desear ser inoportuno, os suplico de la forma más vehemente que comuniquéis vuestro descubrimiento al mundo culto, y me enviéis tan pronto como sea posible vuestras teorías sobre el Universo, junto con las tablas y cualquier otra cosas de que dispongáis relativa al tema.

Seguramente el cardenal no actuaba por iniciativa propia. Está documentado que tres años antes de esta carta, en 1533, el entonces Papa Clemente VII escuchó en el Vaticano una disertación sobre las enseñanzas de Copérnico, por boca de su secretario. En todo caso, no es casual que Copérnico publicara la carta del cardenal en De Revolutionibus, y dedicara al libro al sucesor de Clemente, Pablo III.

Copérnico no tenía familia cercana, nadie a quien Roma pudiera perseguir después de la muerte, y debió experimentar una inmensa satisfacción cuando le llevaron a su cama la primera copia de su tratado.

No hace falta decir, dados los antecedentes que hemos explicado, que Roma no persiguió a nadie tras la publicación del libro. Lo que tiene gracia es lo de la “enorme satisfacción”. El libro de Copérnico se imprimió en Nuremberg y allí fue revisado por el teólogo y predicador luterano Andreas Osiander que añadió por su cuenta un prefacio al libro. En él, exhortaba al lector a que no considerara lo descrito en el libro como una descripción de la realidad, sino como un mero artificio de cálculo. Probablemente lo hizo con buena voluntad, para evitar la censura protestante (Lutero había hablado en términos despectivos de las teorías de “ese nuevo astrónomo que quiere probar que la Tierra se mueve”). Pero tal concepción era totalmente opuesta a la de Copérnico, que defendía que los planetas se movían realmente. Sin duda, debió ser un enorme disgusto ver su obra manchada por semejante prefacio, que, por ser anónimo, indujo a muchos a pensar que realmente expresaba la postura de Copérnico.

En fin, que hasta aquí White no ha dado ni una. Pero lo que sigue es casi peor. Tiene que explicar por qué, pese a su teoría conspiratoria, no se persiguió al copernicanismo (en la segunda mitad del Siglo XVI la teoría de Copérnico se enseñaba en muchas universidades, incluida la de Salamanca, junto con las de Tolomeo y Tycho Brahe). Para ello aduce el prólogo de Osiander (lo que es cierto que atenuaba el mensaje copernicano) y la presunta ignorancia de los cardenales, que según él no entendían el libro.

Si bien es cierto que el libro de Copérnico era un fárrago casi ilegible, es ridículo decir que no lo entendía gente como el cardenal Schoenberg, que urgió a su publicación, y que hacía un resumen excelente en cuatro líneas de su carta. Quien es obvio que no entiende el sistema de Copérnico es el propio White. Atentos a este párrafo:

[Copérnico] comenzó su libro diciendo que el Sol estaba situado en el centro del Universo, pero enseguida parecía cambiar de opinión. Después de unas pocas páginas, complicaba su teoría más y más con refinamientos innecesarios, lo que hacía que el Sol quedara al final ligeramente descentrado. Este error hacía la obra casi ilegible y a menudo contradictoria.

Vaya, ¡qué tontito era el pobre Copérnico! En realidad, el “error” que dice White y todos esos refinamientos “innecesarios” son imprescindibles para que el modelo de Copérnico prediga aceptablemente las posiciones de los planetas. Y ello por una razón muy sencilla: porque las órbitas no son circunferencias sino elipses, y el sol los planetas no está en su centro, sino en un foco. Esas órbitas las simulaba Copérnico con circunferencias, y para que la simulación fuera aceptable y no diera resultados peores que los de Tolomeo, tenía que descentrarlas. Sólo gracias a ese “error” su modelo tenía posibilidades de ser aceptado.

Es más, seguramente White no sabe que Copérnico tuvo que usar epiciclos, precisamente los denostados epiciclos de Tolomeo. De revolutionibus es tan confuso que es difícil saber cuántos, pero algún autor ha contado 48…. ¡más que en las últimas versiones de Tolomeo, que usaban 40! Con el inconveniente de que, si en el modelo de Tolomeo encajaban de manera natural, en el suyo eran un añadido antiestético. Lo sorprendente es que un sistema tan contrahecho y tan contrario al sentido común (porque es obvio que la Tierra no se mueve) tuviera adeptos. Daniel Boorstin lo ha resumido muy bien en Los descubridores:

Cuanto más nos familiarizamos con la era de Copérnico, vemos con mayor claridad que los que no se dejaban convencer por él simplemente demostraban sensatez. Las pruebas de que se disponía no exigían una revisión del sistema. Habrían de pasar varias décadas para que los astrónomos y matemáticos reunieran nuevos datos y hallaran nuevos instrumentos, y al menos un siglo para que los legos se convencieran de lo que era contrario al sentido común.

Ajeno a estas consideraciones, White remata la faena:

Copérnico tenía buenas razones para mantener sus hallazgos en secreto. En su tratado había rechazado la doctrina que durante siglos había halagado el ego de los hombres, el modelo geocéntrico vigente desde antiguo.

Esta manida idea ha sido repetida miles de veces pero es falsa. Ya me ocupé de ella hace tiempo, así que podemos pasar al estrambote final:

Un anatema total cayó sobre el enemigo: cuando la Iglesia comprendió el verdadero alcance de esta visión heliocéntrica, la teoría fue rechazada de inmediato como herética.

Es decir, que los clérigos, que además de malos malísimos eran tontos tontísimos, tardaron más de 70 años en entender lo que decía Copérnico (De Revolutionibus se publicó en 1543 y no entró en el Índice hasta 1616). Bien pensado, aunque hubiera sido así, tampoco habrían tardado tanto: otros no lo han entendido cuatro siglos después.


Nota: Lo que se cuenta aquí sobre Copérnico se puede encontrar en cualquier libro de historia de la ciencia (es decir, cualquier libro serio). Se ha usado sobre todo Los sonámbulos, de Arthur Koestler (durante muchio tiempo estuvo agotado y se acabado y reeditado el FCE, una excelente noticia, y está en Googlebooks). Menos literario y filosófico, pero también muy recomedable, es Copérnico y Kepler, la rebelión de los astrónomos, de J.L. García Hourcade.

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